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El anillo

  • Foto del escritor: Sylvia Zárate
    Sylvia Zárate
  • hace 5 días
  • 4 Min. de lectura

El viejo había caminado algunos kilómetros buscando algún objeto abandonado para venderlo y de esa manera subsistir él y su esposa. La vida lo había golpeado y ahora se ensañaba con él. De joven laboró en una escuela haciendo aseo, tantos años recibiendo un miserable salario. Se apoyaba en un bastón que había hecho de una rama encontrada en el campo. Ramón buscaba constantemente en el río de aquel pueblo, olvidado por las autoridades que solo lo visitaban en sus campañas políticas.

Esa mañana, Emilia, su esposa, le había preparado unos tacos con frijoles para el almuerzo, los llevaba en su morral de yute, que usaba para hacer equilibrio con el bastón. Ramón, sabedor que las aguas de muchos ríos ahora son receptoras de cuanto desecho producen los humanos, trataba de caminar aprisa, temía que alguien descubriera los artefactos considerados para su reventa. Era temporada de lluvia y se le dificultaba caminar, ya que había lodo, yerbas y piedras. Su vista ya lo engañaba. Debido a esta situación no vio un pedazo de rama que se confundía con la tierra, su pie izquierdo tropezó con ella y cayó de bruces, al mismo tiempo sus tacos con frijoles rodaron por el sendero enlodado. Al viejo no le dolían tanto sus rodillas y rostro, sino su almuerzo, ahora tendría que pasar toda la jornada con el estómago vacío. Cerca de donde cayó su rostro estaba una roca, estiró su brazo adolorido y se asió de ella para levantarse, lo logró después de unos minutos, su rostro y sus ropas estaban llenas de lodo, caminó lastimosamente hasta el río y lavó su cara y manos. El agua se confundía con las lágrimas del anciano. Triste y desanimado se sentó en una roca grande destinada a ser su silla por años en aquel lugar.

Así pasaron los minutos y Ramón no encontraba nada en las aguas turbias del río. Se ayudaba con su bastón para separar la basura. Pasaron las horas y solo miraba basura y basura de esa que no le servía, como pañales, desechos orgánicos, papeles, pedazos de vaso. En alguna ocasión celebró que el río llevaba un juego de sala completo. No había duda, Ramón en esa jornada no tendría suerte. Pensó en su mujer, y su rostro al verlo llegar sucio y sin nada. Ya se disponía a irse, cuando vio a lo lejos algo que flotaba, su escasa visión le impedía definir lo que era. Sus ojos se iluminaron y se dijo: “La suerte no me ha dejado del todo.” Se metió al río caudaloso hasta las rodillas y esperó a que el bulto lo trajera la corriente.

Sobresalía en el río una roca grande que hizo al bulto detenerse. El viejo festejó esto, ya no tendría que esforzarse más. Caminó con mucha dificultad hacia la roca, apoyándose en su bastón. El flujo del agua era rápido y temió por su vida. Al tener cerca aquel bulto flotando, vio con espanto un cuerpo de mujer que vestía algo parecido a una gabardina verde desteñida. Ramón sintió un temblor por todo su cuerpo, sus rodillas flaquearon, tuvo que apoyarse en su bastón, el horror lo invadió.

No era gran conocedor de las características de un ahogado; sin embargo, por las ropas y la flotación del cuerpo, sabía que tenía varios días de haberse ahogado; o peor aún, tal vez se encontraba delante de un crimen. El hombre se acercó, miró la cabeza, sin dudas, se dijo, era una mujer. Sus cabellos eran muy largos. El miedo lo invadió y sintió deseos de huir de aquella escena pavorosa. Por su mente pasaron mil cosas, se decía a sí mismo: “¿Quién sería aquella infortunada, se habría ahogado o, lo que es peor, la habrían asesinado?” Observó de nuevo al cadáver y la necesidad venció a todo principio, se acercó a ella, tomó su grotesco brazo helado y tieso, lo levantó y un destello lo encandiló. En su mano derecha había un hermoso anillo de oro, con esmeraldas y diamantes. Se estremeció y pasó por su mente todo lo que podría comprar si vendiera la sortija, le alcanzaría para poder vivir meses, incluso años, pensaba el anciano.

En el cielo se escucharon rayos y enseguida comenzó a llover. El hombre sabía que tenía que actuar rápido. La lluvia caía implacable sobre Ramón y el río revuelto y crecido arrastrando basura. Tomó con fuerza el dedo anular de la mujer, quien ya se alejaba con la corriente. El golpe de las olas del río amenazaba con llevarse al viejo, que tambaleándose se aferraba a la mano inerte, cuando sintió en su espalda un fuerte impacto que hizo perdiera su bastón, era un neumático. Su corazón le latía acelerado, sabía que sin el bastón se encontraba en dificultad extrema. No obstante, se aferraba ahora a la mano de aquel cuerpo, ya no por ambición, sino para salvar su vida, que parecía se defendía ante el posible hurto, ya que comenzó a irse tan rápido con la corriente del río llevándose también al viejo. Y, en un instante, Ramón y la mujer se hundieron en un abrazo eterno.


Sylvia Zárate




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