Emilio Toledo M.
El extremismo es la filosofía de la intolerancia. La intolerancia no piensa, ni reflexiona, ni cuestiona: sólo confronta, divide, impone. Su debilidad consiste en renunciar a los argumentos y a la razón para refugiarse en las ideas dogmáticas. Su estrategia, una y otra vez, trata de encubrir unos intereses cuestionables y hasta mezquinos a través de causas legítimas y honrosas. Pero el fin no justifica los medios, y lejos de legitimarse o construir, el extremismo acaba, una y otra vez, desenmascarándose en su esencia: la intolerancia hacia quienes piensan diferente.
En 1763, Voltaire publica “Tratado sobre la tolerancia”. En este libro, narra el juicio a Jean Calas. Su hijo se había quitado la vida tras no haber obtenido el título de abogado y perder su dinero apostando. Ese día llegó a visitarlo un amigo. Tras la cena familiar, el hijo se marchó. Cuando el amigo decidió retirarse, él y el otro hijo de Jean Calas lo encontraron colgado de una puerta, sin ninguna herida. Narra Voltaire: Mientras los padres “sollozaban y derramaban lágrimas, el pueblo de Tolouse se agolpó ante la casa. Este pueblo es supersticioso y violento; considera como monstruos a sus hermanos si no son de su misma religión”. La familia de Jean Calas era protestante. Los rumores corrieron y en poco tiempo, el pueblo se convenció que la propia familia había estrangulado a su hijo, cuando éste había querido pasarse al catolicismo. Los jueces se hicieron eco de estos rumores y sin ninguna prueba que lo acreditara mandaron degollar a Jean Calas por filicidio, y desterraron al hermano. “¡Y esto en nuestros días! -escribe Voltaire- ¡Y en una época en que la filosofía ha hecho tantos progresos! ¡Y en un momento en que cien academias escriben para inspirar mansedumbre en las costumbres! Parece que el fanatismo, indignado desde hace poco por los éxitos de la razón, se debate bajo ella con más rabia.”
El “Tratado de la tolerancia” de Voltaire fue prohibido por la Iglesia Católica en 1766. En él, el escritor que había llevado las ideas de Locke y Newton a Francia, reflexiona: “El derecho humano no puede estar basado en ningún caso más que sobre este derecho natural; y el gran principio, el principio universal de uno y otro es, en toda la tierra: ‘No hagas lo que no quisieras que te hagan’. No se comprende, por tanto, según tal principio, que un hombre pueda decir a otro: ‘Cree lo que yo creo y lo que no puedas creer, o perecerás.’ Esto es lo que se dice en Portugal, en España, en Goa. En otros países se contentan con decir efectivamente: ‘Cree o te aborrezco; cree o te haré todo el daño que pueda; monstruo, no tienes mi religión, por lo tanto no tienes religión: debes inspirar horror a tus vecinos, a tu ciudad, a tu provincia”. La popular frase que se le adjudica a Voltaire (“podré no estar de acuerdo con lo que dices pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”) en realidad nunca la dijo, aunque seguramente coincidiría con ella. Al parecer esto de adjudicar frases a quien no le corresponden, agudizado en las redes sociales, nos viene de lejos. Lo que sí escribió Voltaire fue: “El derecho de la intolerancia es, por lo tanto, absurdo y bárbaro: es el derecho de los tigres, y es mucho más horrible, porque los tigres sólo matan para comer, y nosotros nos hemos exterminado por unos párrafos.”
La autocrítica de una sociedad profundamente intolerante que hacía Voltaire en el s. XVIII nos alcanza en pleno s. XXI, si bien ha trascendido el ámbito religioso: hoy la intolerancia se propaga en cualquier agenda política, ideológica o cultural. Desde luego, como el fanatismo que denunció Voltaire, este se disfraza de las mejores justificaciones, sean en una ley divina o una causa.
Lejos del debate que incluye diversidad de ideas, el extremismo como ideología rehúye de cualquier posibilidad de diálogo y se encapsula en su propia burbuja; sólo acude a quienes le den la razón, a quienes le cuestionen intenta ignorarlos, dañarlos o destruirles. El monólogo del extremismo es tedioso, falto de creatividad, sin frescura. Su intención es adoctrinar, no dialogar ni convencer. Por eso confunde, tergiversa e interpreta a su conveniencia cualquier discrepancia. Se podrían enumerar ejemplos aquí y allá; en el mundo, Putin, que mandó envenenar a Navalny, su principal detractor público, o Netanyahu y Hamas, que prefirieron la guerra a la negociación.
Pero no hay que ir tan lejos; adonde uno volteé, cerca o lejos, el fanatismo lo encuentra. No ha ayudado la disminución de la calidad textual e informativa en los medios virtuales, las agendas de políticos que prefieren polarizar y, en general, una intoxicación de casi cualquier debate público que en vez de sostenerse en argumentos e ideas originales se perpetúan en tópicos, clichés y descalificaciones. Despojar a la conversación pública del dogmatismo y los extremos es un propósito necesario para volver al sentido común en una época que se debate entre el oscurantismo del fanatismo y la lucidez de la buena información, el debate, la inteligencia, la tolerancia donde caben todas nuestras expresiones, comenzando por las que son diversas y opuestas.
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