I
Juan Rulfo murió el 7 de enero de 1986. Ya ha llovido mucho desde entonces en Comala y en el mundo. Escribo estas líneas, entonces, recordándolo en y desde este inicio de 2023, en un tema que resulta esencial, en mi opinión, para quienes se ocupan de una u otra forma de la creación literaria.
Gabriel García Márquez dijo de Pedro Páramo, la novela mayor de Rulfo: “No son más de 300 páginas, pero son casi tantas, y son tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles“. Jorge Luis Borges dijo, simple y llanamente, que la mencionada novela de Rulfo era “una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”.
El conocido escritor marroquí Tajar Ben Jelloun, en 1993, señaló que desde que había descubierto a Juan Rulfo tenía la certeza de que “es la tierra mortífera que escribe en nosotros, es el pueblo desposeído que se expresa en nuestras ficciones”. Agregando, en 2004: “No sé a estas alturas cuántas veces he leído [la novela Pedro Páramo], ni a cuántos se la he regalado [porque] cada lectura representa un nuevo descubrimiento […] Es breve, [pero] necesito detener la lectura para sopesar las frases, como si estuviera con el orfebre. Porque ahí está presente la poesía.”
En 1960, José María Arguedas señaló que Rulfo había “elevado a la más alta categoría artística el difícil lenguaje del pueblo”. En tanto que Susan Sontag afirmó que “la novela de Rulfo no es sólo una de las obras maestras de la literatura universal en el siglo XX, sino uno de los libros más significativos del siglo […] Pedro Páramo es un clásico en el sentido más cabal del término.”
II
Pero quisiera detenerme en estas líneas en una de las claves más características o distintivas de su creación literaria, a saber, la forma magistral en la que maneja el habla popular, o, más específicamente, el “habla mexicana”. No tratando en este caso de ubicar los parámetros o la forma en la que Rulfo “utiliza” dichas fórmulas de escritura, sino sólo estableciendo algunos ejemplos más o menos simples o conocidos de lo que significa ese “lenguaje popular” o “mexicano” al que nos referimos –y del que Rulfo abreva.
Pedro Henríquez Ureña mostró algunas de las características particulares de un español hablado y escrito en México desde los primeros años de la Conquista que, en el uso de determinados sectores sociales y en algunas artes de la época, llegó a adquirir la consistencia suficiente para ser considerado específicamente como “nacional”.
Del siglo XVI, por ejemplo, Henríquez Ureña identificó en ese tenor las obras de Fernán González de Eslava, quien manejaba la pluma con un vocabulario “lleno de indigenismos” que representaban “el habla popular”.
Para el siglo XVII, Henríquez Ureña se refiere al uso común de un tocotín en náhuatl en la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, y extiende esta caracterización a la obra de Juan Ruiz de Alarcón, de quien señala que pertenece de pleno derecho a la literatura de México y representa de modo cabal el espíritu mexicano”.
En el siglo XIX, la presencia del náhuatl y de otras lenguas indígenas teñía significativamente el castellano hablado y escrito en el país, de tal forma que ya era imposible deslindar o desligar de ese “español particular” no sólo términos, modos y palabras de esas lenguas específicas, sino incluso ritmos y tonalidades que imponía un sello muy característico a la pronunciación.
Alfonso Reyes decía que una característica manifiesta de nuestro pueblo era “la cortesía”, “dulce freno a la animalidad y escuela práctica de humanización para el hombre”. Dentro de dicha “cortesía” cabe un cierto sentido de la “mesura” y la “discreción”, un cierto retraimiento receptivo y, como su contrapunto, un cierto “espíritu satírico” o burlón integrado generalmente en fórmulas epigramáticas.
De allí provienen, por ejemplo, los muy diversos y complejos usos de diminutivización tan propia del habla mexicana; determinadas expresiones o palabras que sesgan o suavizan respuestas y mensajes (“sólo está tantito atarantado”; “qué tanto es tantito”); dichos o fórmulas que fijan ambigüedades o indeterminaciones de sentido para sentar una posición de forma suave (“yo no sé, pero el que sabe sabe”; “así nomás por nomás”); dichos o modismos que recogen alguna fórmula de saber acumulado o de filosofía popular (“no hay mal que por bien no venga”; “a buen hambre no hay mal pan”; “de esos que no comen miel, libre Dios nuestros panales”); ecuaciones verbales que previenen y en ocasiones conjuran ofensa ("quizás tantito después”; “a lo mejor después”). Se reduce entonces por lo común el uso del imperativo, que se sustituye muchas veces con preguntas: ("¿me pasas la sal?”, o, “¿me acercas la salecita?”).
También “se dice que se dice”, “dicen por ahí”; se previene con un suave o amenazante “ahi se lo haiga”; se habla desde un inasible y no pocas veces travieso diz que o dizque; se utiliza un “mande usted” –o simplemente “mande”– que, en contra de su sentido literal de servilismo, es sólo voluntad de escucha, atención o disposición abierta o franca, afectiva, de servicio.
III
No me extenderé en tantas otras “fórmulas mexicanas” del habla o de la escritura, pero, fiel a la idea de rememorar a Rulfo, simplemente trascribiré unas líneas en las que el lector encontrará algunas de esas “formas del habla popular” de las que hablábamos.
Aparece en una parte magnífica de Pedro Páramo:
Me acosté con él, con gusto, con ganas. Me atrinchilé a su cuerpo, pero el jolgorio del día anterior lo había dejado rendido, así que se pasó la noche roncando. Todo lo que hizo fue entreverar sus piernas entre mis piernas.
O dice en unas líneas de El Llano en llamas:
Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.
Lejos se encuentra Rulfo en su escritura de sobajar las formas populares del habla a una mera “fonética” del lenguaje, en las que se termina por ridiculizar al personaje del que se habla. Ello lo distingue, por ejemplo, de otros autores que, en mi opinión, han sido sobreestimados en lo que se refiere a la calidad de su escritura. Menciono sólo uno, con el ánimo simple de “provocar”: Mariano Azuela, quien en su muy famosa novela de Los de abajo nos entrega una construcción burda del “uso” del mencionado lenguaje.
No me extenderé en este tema, dejando que sea el propio lector quien juzgue lo que aquí he señalado. Relea usted, amigo o amiga, los libros de Juan Rulfo. Y échele un vistazo a la escritura de Azuela. El ejercicio, creo, resultará fértil para quien se ocupe de estos asuntos de la vida.
Julio Moguel
Imágenes: fotografías de Juan Rulfo
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