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Libación

  • Foto del escritor: Antonio H. Vargas
    Antonio H. Vargas
  • 11 feb
  • 5 Min. de lectura

Esa palabra, sí esa palabra

que se coagula en la garganta

como un grito de ámbar


J. Gorostiza


Al despertar, tuvo la sensación de que en su pecho algo se alojaba. No sabía si por la emoción del evento, pero había algo distinto.

Como de costumbre, se levantó, se puso la ropa deportiva, entró al baño y evacuó el intestino grueso mientras el café se preparaba. Sorbió el café lentamente, haciendo pasar el sabor de su boca a la garganta en tanto veía el mapa del recorrido. Quiso servirse más café pero ya se hacía tarde. Montó su bici, que tenía nombre de mujer, Paula, y fue al encuentro, en busca de su equipo.

En el sorteo, antes de iniciar la rodada, le tocó llevar a un grupo que insistía en hacer la ruta más extensa, yendo a un ritmo acelerado; en los hechos, el ritmo más que acelerado era suave: los experimentados ciclistas se detenían cada dos por tres a tomarse selfies.

Molesto, le explicó a los invitados el itinerario y señaló el punto en que los esperaría. Apuró el ritmo. Había una tienda en Atécuaro. La visión de sí mismo con una cerveza en la mano fuera del alcance de la pesada luz del sol volvía menos tediosa la idea de tener que esperar.

Iba por la tercera o cuarta cerveza casi congelada cuando empezó a llegar su pelotón que, miembro a miembro, se unía a su libación por la vida y, en última instancia, por coincidir sobre la bicicleta en esa ruta precisamente una mañana de marzo.

Uno a uno comenzaron a moverse, entre las resonancias producidas por “Rapper Delight”, que había puesto en la bocina móvil. El pequeño grupo avanzó hacia el Arenal. No habían llegado a la desviación cuando se le nubló la vista y un escalofrío recorrió su cuerpo. Skiddlee beebop a we rock a scooby doo / And guess what, America: we love you / Cause ya rock and ya roll with so much soul / You could rock 'til you're a hundred and one years old / I don't mean to brag I don't mean to boast / But we like hot butter on a breakfast toast / Rock it up, uh, baby bubbah / Baby bubbah to the boogie the bang bang the boogie

To the beat beat, it's so unique / Come on, everybody, and dance to the beat.

Mascullaba maquinalmente la canción, pero no podía dejar de verla en la distancia, acercándose, sin embargo, más y un poco más cada vez, de manera inexorable. La colisión era inminente. ¿Qué iba a hacer? Ignorar su aparición sería lo más sensato, pero se veía divina. Eso era lo peor.

El pulso se le aceleró como los rayos de una rueda que girase indetenible en un descenso sin fin: hacía tres años que no la veía y aún sentía que el corazón, al palpitar, le dolía. Y no obstante, se sentía feliz por encontrarla y poderla contemplar a unos cuantos metros. Una paradójica sensación de paz lo invadió al saber que estaba bien y que aún salía en la bicicleta.

En esa ruta, con ella, había pasado algunos de los mejores trozos de su vida, como cuando al mediodía de un septiembre que parecía haberse instalado en la eternidad comieron hongos alucinógenos, ahí, en Atécuaro, ocultándose en el infinito para después perderse. 

Tarde o temprano la encontraría, un día, sin previo aviso, a cualquier hora. Había estado noches enteras, antes de dormir, ensayando lo que diría cuando eso sucediera: “Hola, ¿cómo has estado? Yo estoy bien, podemos conversar civilizadamente, si tú quieres”, con esas frases fatuas y banales que los conocidos se dicen al encontrarse casualmente; no quiero que te des cuenta que me haces falta y que sufro, aunque quizá sí que quiera para que recuerdes lo bien que la pasábamos juntos. Tal vez: “¿aceptarías una invitación a desayunar uno de estos días? En esa cafetería que te gustaba, La guarecita, la que está atrás de Catedral”.

Oyendo la canción “Mariposas” de Silvio Rodríguez, quiso escribirle un poema, pero nunca tuvo la calma indispensable. En cuanto quería hacerlo venía a su mente la imagen de sus cuerpos desnudos, encontrándose en cualquier lugar y tiempo, como en aquellas noches de noviembre. Ese recuerdo lo flagelaba y él prefería conservarla etérea y nívea, inalcanzable, como una diosa que sólo al alba saliera a cazar.

De vez en cuando lo visitaba de esa manera o asomaba en sus sueños, o bien salía directamente en la vigilia en conversaciones de otros ciclistas que decían haber hablado con ella, y él sentía que aquello era un guiño, pero al final se decía que sólo había sido una señal imaginaria.

Pensó enviarle cartas, flores, contactarla en una red social y toda esa cursilería mierda de los enamorados que no olvidan, pero no lo hizo. Estaba seguro de que volverían a verse. El azar, que los había reunido y luego separado, dispuso que el reencuentro fuera esa mañana.

Pasó a su lado. Él quiso saludarla pero en vez de eso se quedó contemplándola, observando sus movimientos vivos. Sintió que el mundo hacía una pausa, que el tiempo se quebraba. Su belleza bebió en un segundo las retinas de sus ojos y él quiso capturar su aroma. Todo su cuerpo se puso a escuchar y pensó que debía estar liberando dopamina.

Entonces volvió en sí y trató de articular una palabra, decir “qué calor está haciendo”, pero le pareció absurdo, dado los instantes vividos y la magnitud de su presencia.

Acaso fuera mejor no decir nada, reflexionó, viéndola todavía, descendiendo de la bici: a veces una mirada o un gesto condensarían más que todos los poemas de amor juntos. No, cómo iba a saber eso ella, ¿y si no se daba cuenta de nada? Le diría todo, aunque acabara confesándose, aunque terminara hablando demás.

Pero las palabras son caprichosas. Todo se detuvo nuevamente. En el pecho yacía la misma sensación que había tenido al despertar. Después de tanto ensayo las palabras habían decidido permanecer en la mente. Se quedó mudo, como sin aliento.

El éxtasis culminó de golpe. Ella montó en su bicicleta, se puso en movimiento y le dijo:

— Adiós, Jaime.

La mañana se rompió. No hubo un “hola”. Acaso lo había habido hacía más de tres años. Seguía viéndola alejarse y justo cuando creyó que eso había sido todo, ella levantó su mano derecha y le sonrió. El desasosiego se fue como se evaporan al sol las gotas de cerveza que caen al suelo y que nadie ha de beberse. Porque la extraña, desea que le vaya bien, pero si no vuelve a verla ya no estará triste.


Antonio H. Vargas



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