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Foto del escritorEmilio Toledo M.

Tres retratos para un mundo de fábula sin avisar

Un western de Sergio Leone y los cuentos para dormir


Veo dos fotografías, de un hombre y una mujer. La de ella es en blanco y negro, aparece su rostro que fácilmente podría ser de una estrella del Cine de oro, ligeramente sonriente, con los ojos bien abiertos, casi con una emoción o un brillo espontáneo. La de él sí es a color, pero está raída, descolorida por el tiempo: tiene unos lentes gruesos, se cruza de brazos, las espaldas anchas, usa una guayabera que contrasta con un tapiz al fondo y lo que parece el vestido verde de una mujer que aparece detrás, como si estuviera sentado en sobremesa. 

Él se llama Julio César: era mi abuelo. Me contaba historias de niño, relatos ficticios para dormir. Y jugaba mucho conmigo. Fue el primero que me enseñó a contar historias. 

Murió cuando tenía yo diez años. Entre sueños escuchaba unas voces raras y sollozos que me decían que despertara para darme la noticia más triste de todas. Pero, entre lágrimas, mi abuelo se las ingenió quién sabe cómo para que hasta su funeral fuera divertido. Esa es otra historia que después contaré. 

La otra fotografía es de la mujer con la que Julio Cesar se casó, Luz Emilia, y con quien formaron la que sería mi familia por parte de mi madre. A Luz Emilia la llegué a conocer más. Era una queen en toda la extensión de la palabra. Se separó de mi abuelo como a los cincuenta años y se fue a Estados Unidos a trabajar en un restaurante (en México, por su edad, nadie le daría trabajo); allá vivía un hijo suyo. 

Una vez me contó que los fines de semana salía de fiesta y hacía muchos novios. Y así se la pasó de noviera en otro país que le dio otra oportunidad de vivir después de tener seis hijos y dedicarse a su marido y al hogar toda su vida. Hasta que se volvió a enamorar de un gringo, Kenny, con quien estuvo como quince años. Hasta que Kenny murió. Creo que nunca lo superó… así como mi abuelo nunca superó que ella lo dejara (cuando estábamos con él se nos prohibía mencionarla para que no entristeciera). 

Luz Emilia murió cuando yo tenía veinticuatro años; a partir de ahí los vínculos de mi familia materna disminuyeron o se trastocaron. Nada volvió a ser igual. 

Con Luz Emilia también compartí la pasión por el cine. Cuando era una niña y adolescente, podía ver en el cine todas las películas que quisiera entrando sólo a una (permanencia voluntaria, le llamaban). Veía hasta cuatro películas al día. Sabía tanto de cine como mis mejores maestros de la universidad, pero sólo estudió hasta secundaria. Tengo muy presente cuando vimos, sólo ella y yo, un western de Sergio Leone. Conozco de memoria sus películas favoritas; tenía un gusto muy refinado y adquirido, que casi nació con ella en 1928 junto al cine sonoro como una predestinación. 

Luz Emilia se casó con mi abuelo cuando tenía dieciocho años y dejó a su familia, a sus padres y hermanos, para vivir una vida de la que apenas tenía noción (esa ruptura, me di cuenta un día hablando con ella, tampoco la superó). A los treinta años ya había tenido a sus seis hijos. 

Nunca quiso creer en Dios. Tampoco iba nunca a votar. Le gustaban las noticias fatalistas. Y decía que se quería morir en un accidente de avión que por suerte nunca ocurrió. Murió a los ochenta y cuatro años, aunque a mí me dijo que pensaba que se iba a morir a los ochenta y tres como su mamá, mi bisabuela. Yo le dije que tenía un año extra. 

Ojalá hubieran sido muchos más, aunque a diferencia de mi abuelo a quien sólo vi con los ojos de un niño, a ella la pude ver con mayor madurez. La vi y acaricié su cabello horas antes de que falleciera. Cuando salí de la habitación sabía que algo había ocurrido, pues su rostro había cambiado. Seguía respirando (los últimos días lo hacía con asistencia de un respirador artificial) pero algo había ocurrido en su piel o en la atmósfera. No sé qué era hasta que unas horas después falleció. Eso era lo que había visto: la muerte. Pero mi madre me enseñó catorce años antes en el funeral de mi abuelo a mejor recordar a las personas cuando estaban vivas. Así es que eso he hecho y seguiré haciéndolo. 

Quiero pensar que tengo la pasión de él y la suavidad de ella. O que algún día los tendré más. Cuando veo los ojos de ella siento que veo mis ojos. Siempre le decía que éramos los Emilios de la familia, que éramos los mejores. Y la hacía reír.



Las risas de mis padres


Recuerdo de niño que a veces me levantaba en las mañanas y escuchaba desde la habitación de mis padres sus risas. Reían a todo pulmón y hablaban de todo, estaban de simples (no sé si siga vigente esta expresión, como muchas otras cosas que alguna vez se dijeron ya no se dicen). Ocurría de vez en cuando, un sábado o domingo, a una hora entre que se habían despertado y aún no se levantaban. Y creían que yo seguía dormido pero yo los escuchaba; tampoco iba a su habitación porque sentía que no debía romper esa comunión, esos minutos de felicidad mutua que tenían y que, nunca lo supieron, me contagiaba. 

Los años siguientes, conforme fui creciendo, no hizo falta que yo hiciera nada para que ellos mismos la rompieran. Ya no dormían en la misma cama, ahora cada uno tenía su propia habitación, y por largas temporadas hasta su propia casa. Nunca se me explicó con claridad esa situación, porque para los demás seguían siendo una pareja casada, pero para mí era claro que no lo eran; a veces sentía que incluso vivían para hacerse la vida imposible el uno al otro, como si entre las risas se hubiera filtrado una guerra de humillaciones, hostilidad y engaño, lo cual era difícil de explicar cuando algún amigo me preguntaba por ellos. Nunca sabía qué decir, si la verdad o no. 

Mis padres siempre viajaban, a veces en familia y a veces solos, pero los viajes se volvían cada vez más frecuentes, como si trataran de dejar atrás algo para evadirlo: una constante fuga de aquello que estaba roto y que era mejor disimular o posponer para el regreso. Pero al regreso volvía pronto el tedio de una especie de montaje teatral que no convencía a nadie, todo dispuesto para un público que tampoco le importaba mucho esa trama. Y entonces se volvían a ir, cada quien por su lado, a lugares lejanos de los que yo no sabía nada y de los que mejor era no preguntar, y donde seguramente no tenían que fingir ni sobrellevar la puesta en escena de una familia. 

Así, entre verdades a medias y simples mentiras, aprendí a entender mi vida. Pero algo de todo eso nunca cuadró y dejaría sus secuelas. Los ecos de sus risas que se desvanecieron por completo suenan mejor que miles de palabras que se dijeron después, y que tendría que aprender a descifrar y a olvidar, sustituyendo una extraña vergüenza por la comprensión de una época que optaba por la adaptación social sobre la felicidad. 


Las palabras 


No creo que en la vida haya recetas infalibles pero ciertamente debes tomar lo mejor que te dieron. Julio César me dio la pasión de narrar historias; Luz Emilia me enseñó esa forma elegante de conducir su personalidad; su tercera hija, mi madre, se dedicó toda mi infancia a que hiciera algo con mi vida de infante (llevarme a conciertos, museos, meterme a clases de piano, de karate, futbol, darme libros para leer, llevarme al cine), lo cual de alguna manera me dejó una lección para hacer algo también de mi vida adulta, y una sensibilidad que siempre quiso cultivar en mí. Además me organizó la mejor fiesta para un niño de tres o cuatro años, con un mago que sacaba un conejo blanco de la nada. Tal vez quería que creyera en la magia sabiendo que un día llegaría a un mundo donde no había rastro de ella. 

Y mi padre me dio algo único, que me acompaña hasta hoy. Un día estábamos de vacaciones en la playa. Yo tenía como doce años y tenía la inquietud de escribir. Me gustaban las palabras y me gustaba que la gente que sabía escribir fuera tan respetada (hablo de otros tiempos, hoy parece que ya no es así). Intenté escribir un texto donde analizaba algún tema de actualidad. Se lo di a mi padre para que lo leyera. Si se lo hubiera dado a mi madre me habría dicho que yo era el mejor escritor de todos los tiempos. En cambio, recuerdo la mañana en que mi padre me llevó a conocer el hielo… 

Fe de erratas: recuerdo la mañana fresca en que mi padre me devolvió mi texto y yo fui solo a lado de la alberca del hotel para abrir aquellos papeles. No había nadie, aún era temprano. Y sentía mucha emoción al abrir esas hojas… emoción que se apagó, como si se hundiera hasta el fondo de la alberca, cuando encontré que todo estaba rayoneado, lleno de correcciones. No se le fue una, ni porque tuviera yo doce años. 

Siempre le estaré agradecido por eso. Te pueden dar todo en la vida pero tienes que atesorar como el mejor obsequio el gesto de quien te hace mejorar. En un mundo lleno de complacencias, eso es oro. 

La vida da giros, vueltas de tuerca, como en las mejores novelas. Son las mejores por eso, porque se parecen mucho a la vida. Aunque a veces quisiera que la vida no hubiera dado tantos giros… pero es como es. Y las palabras también deben servir, no sólo para escribir correctamente, sin faltas gramaticales o de ortografía… también deben servir para decir la verdad.

Para alguien que se dedica a escribir ficciones, la verdad podría parecer un elemento prescindible o de segunda mano, pero no es así. Se recurre a la verdad como a una fuente inagotable de recursos; en cambio la mentira, que conlleva a la manipulación, es estéril, su única fuerza consiste en tratar de imponer su propio engaño, su propia falta de valor o cobardía. 

Sin las palabras que me dieron mis abuelos, mis padres, los libros, los guiones de las películas, y que a su vez, esas palabras vienen de otras generaciones remotas, de los bisabuelos de mis bisabuelos, porque el idioma con el que pensamos lo tomamos prestado (es una herencia, como la vida)… sin eso, ¿cómo trataría de ver o dibujar las líneas de mi propio autorretrato? 

Por ello debo seguir escribiendo, narrando historias, que digan algo verdadero en un mundo que se volvió de fábula sin avisar. 


Emilio Toledo M.





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