La publicación de “La orilla de los mares” por la Editorial Juan Pablo Editor, escrito por Emilio Toledo, está cumpliendo su primer año. Esta compilación de 14 cuentos o relatos de ficción, con la portada ilustrada por Geraldine Guillén y prólogo de Diego Álvarez, la encuentras en las Librerías del Sótano, en Querétaro, Puebla, Guadalajara y Ciudad de México; o en digital se puede pedir el envío a domicilio en el siguiente link:
El libro también se encuentra en Café Errante en Morelia.
Con motivo del primer aniversario de su publicación, Párpado comparte dos cuentos de este libro con autorización del autor y la editorial, titulados “Una noche de invierno” y “Sesiones”.
Una noche de invierno
Cada vez que salía con Gustavo recordaba por qué había pasado tanto tiempo de no vernos. Habíamos sido amigos desde la infancia; lo recordaba como un niño auténtico, seguro de sí mismo, optimista, generoso. Pero el paso de los años, el fin de un amor, la traición, los traumas o el trabajo arduo lo habían vuelto un hombre arisco, extraño, irracional.
Ese día habíamos ido al cine y Gustavo había hablado toda la película con observaciones que no tenían nada que ver con la trama del filme sino con su mente atribulada; cuando acabó concluyó que había sido muy buena —siempre me decía eso porque sabía que yo lo invitaba a ver cine de calidad— aunque los dos sabíamos que no había prestado ninguna atención. En el estacionamiento, camino al auto, Gustavo se sintió lleno de euforia —“por primera vez en muchos meses me siento mejor”, dijo— y atacó un coche con un tubo que sacó de no sé dónde. En el coche habían dos hombres (esto no sé si lo sabía Gustavo de antemano). No creo que supiera lo que hacía. Gustavo se echó a correr y los hombres fueron tras él, injuriándolo y con ganas de golpearlo. Eran más corpulentos que Gustavo, aunque por eso mismo no podrían alcanzarlo. Por suerte no me vieron con él, y yo fui discretamente a buscar mi coche. Pero sabía que Gustavo, aunque rápido, podía ser lo bastante idiota para no esconderse bien. Y fui en su búsqueda.
Después de diez minutos lo encontré caminando. Estaba sudando y parecía asustado. Tal vez ya se había dado cuenta de lo que sucedía, de la locura que había cometido al atacar ese coche, pero cuando me vio sonrió y en su sonrisa supe que para él todo era un juego tonto, inmaduro. Gustavo, que parecía cargar en su rostro una sombra, y en su cuerpo el inmenso peso de la confusión o el dolor, ya no tenía la facultad de mirar o vivir tranquilamente. Todo en él eran impulsos incontrolables, destinos que recorría sin haberlos elegido, inercias de una vida remota que alguna vez creyó vivir pero ahora no podía ni sabía, tampoco se exigía en vivir más. Con paciencia oscura, se había olvidado de sí mismo; había aprendido a pensar en todo menos en la vida porque pensar en la vida era pensar en las manos que la dejaron ir.
Gustavo se subió al coche y al verlo pensé que en realidad era un monstruo. Entonces un hombre con una cara aún más monstruosa intentó romper la ventana y abrir mi puerta. Peor que la oscuridad de Gustavo era la oscuridad de los que nos perseguían. Pero más grande era la oscuridad de esa noche, que recuerdo aún con temor. Intentaba acelerar pero hasta la tercera el coche no tomó verdadera velocidad. Durante varios metros nos alejamos de los dos hombres pero bastaba que corrieran con un nuevo impulso para que nos alcanzaran y golpearan el coche. A punto estuvieron de romper un vidrio con una piedra. Gustavo me miraba como un niño. No sabía lo que pensaba ni me importaba pero sentía alegría que al fin cerrara el pico. ¿En qué nos había metido?, ¿y por qué seguía yo invitándolo al cine? Sin duda porque sabía que Gustavo se había quedado solo; que nadie lo llamaba; que muchos, desde luego, pensaban mal de él. Sentía cierta empatía o lástima, pero había más.
Por fin dejamos atrás a los perseguidores. Antes de llevarlo a su casa, lo invité a cenar. Encontramos un Vips abierto. Necesitaba calmar los nervios; no sólo los míos, también los de Gustavo. “Hey, discúlpame, cuando menos me di cuenta ya estaba corriendo de esos locos”, me dijo. En verdad creía que los locos eran ellos. Le dije que no tenía que disculparse pero si hacía esas cosas podía acarrear problemas. Le recordé la vez que había ido a sacarlo de la cárcel porque había estallado de rabia contra una mesera, rompiendo los platos y los vasos en un restaurante contra el suelo. “Sí, no sé lo que me pasa. ¿Viste la final de béisbol?”. “No, no veo béisbol, no le entiendo”. “Yo tampoco, pero es bonito”. Con Gustavo, conversar era ir saltando de un tema a otro sin ningún cuidado.
“¿Te acuerdas cuando éramos niños?”, le pregunté.
“No, he olvidado mi infancia”.
“Inténtalo, Gustavo, sólo intenta recordar”.
“No puedo. Cuando estuve en terapia, el psicólogo me preguntaba mil cosas de mi infancia. Insistió tanto que tuve que inventarme una. Al parecer esos doctores no pueden ayudarte más que a través de cosas de tu infancia o de tus padres. Pero yo lo he olvidado todo”.
“Acuérdate de mí, de cuando jugábamos fútbol o vendíamos dulces a mis vecinos. Eras el niño más bueno, más bondadoso. Mientras que los demás niños eran egoístas, tú siempre pensabas en los demás antes que en ti. Siempre compartías tus juguetes o preguntabas a los demás si no querían de tu comida antes de llevártela a la boca. Era algo muy tuyo”.
Se me quedó mirando. Por un instante pensé que recordaba algo, pero después concluyó: “Eso debí haber inventado. Eso hubiera estado bien decirle a ese psicólogo de mierda”.
Lo vi cansado. En el postre, los ojos se le cerraban. Pedí la cuenta y lo llevé a su casa. Fue la penúltima vez que lo vi. Dos años después murió de un infarto fulminante, pero me llamó semanas antes, como si conociera del fin de sus días y hubiera querido despedirse a su manera. “Perdón que no hayamos ido más al cine. En verdad eran muy buenas las películas”. Lo había invitado algunas veces más, preocupado en el fondo, y en efecto se había negado. “Yo me siento un poco triste de no haber entendido este mundo”, continuó, “pero iré a otro y espero ahí sí entender”.
“¿Qué otro mundo, Gustavo? Éste es el único”, le dije.
“No, hay otros seis. Son siete los mundos por los que transitamos, eso lo leí”.
Cuando murió sentí tanta nostalgia como alivio. En el fondo, Gustavo me importaba mucho. Y, aunque fuera tan extraño, le quería. No podía olvidar sus ojos a los seis, doce o quince años. Esos ojos borrados por el tiempo. Esa inocencia, esa humanidad perdida. Tres noches después de que murió volví a verlos, en un sueño. Gustavo y yo estábamos en un cine, mirando una película muda en blanco y negro, como si estuviéramos en los veinte. Pero ni a él —como siempre—, ni a mí —que me impactaba su presencia— nos importaba la película. Gustavo me miraba como si supiera que estaba muerto y yo vivo. Y tenía esos ojos. Se veía, otra vez, en calma. Entonces se despidió de mí. Me dijo cosas que en cuanto desperté escribí.
Me dijo, por ejemplo, que había entendido lo que yo había querido decirle aquella noche en el restaurante después del incidente. Me dijo:
“Estaba ciego, dios mío. Pero ¿sabes qué fue lo que me dejó ciego? Me cegó darle tanta importancia a cosas que no la tenían. Esa mujer que me engañó, en verdad, ¿qué importaba? Aquel trabajo de esclavo que tenía, ¿por qué nunca lo dejé? Igual me hubiera muerto, pero hubiera visto algún amanecer o atardecer con mejores ánimos. ¿Las personas que me traicionaron? También morirán. ¿Mis traumas, mis pesares? También murieron. No sé en qué pensaba, pero por fortuna ya no tengo que pensarlo más. También por fortuna en vida conocí a alguien como tú. Eres un buen tipo y eso en verdad es todo lo que importa mientras vivas. Y pude recordar tus palabras en cuanto caminé estos caminos. ¿Lo demás? Pues a veces saldrá o no saldrá, pero no tienes por qué preocuparte. Ahora tú escúchame a mí. Lo único que hago es devolverte el favor que me hiciste mientras viví, si se llama vivir al desmadre que hice. Porque cuando llegué acá lo primero que hice fue pensar en tus palabras, en lo que habías dicho que yo era cuando éramos niños. Si yo estoy bien ahora entonces no tienes nada de qué preocuparte tú. La vida es tan hermosa que nunca se acaba. Y no son siete mundos, como pensé. Es sólo uno, como dijiste tú, pero se extiende y se extiende”.
La película había terminado y nos pedían que abandonáramos la sala.
Sesiones
I
A estos chicos no les interesa pensar. Hoy, para despejarnos, pusieron cantos hindúes. Siempre ponen cosas así (fardos, delta-blues, mantras tibetanos, sones jarochos) que cuando escuchas lo que ellos componen piensas ¿qué tiene que ver? Pero yo creo entender por qué es. Digamos: una música más cercana te hace recordar, fijas asociaciones, te dejas influir con más facilidad. Pero esos cantos graves que se cuelan por las bocinas como desde otro horizonte, pues simplemente llegan y no hay nada que decir. Y los chicos nada quieren decir por la sencilla razón que no tienen nada que decir.
Todo esto lo sé, me voy dando cuenta, porque me invitaron a componer un álbum con ellos. Llevamos dos meses probando; no es fácil ponerse de acuerdo pero hay un momento donde E se queda mirando a R y a P y algo muy dentro de T le brilla en los ojos y se ponen a jugar, a hacer el tonto, se ponen de simples al punto que en más de una ocasión termino yo por botarme de risa con ellos, yo que peco de disciplina y rigidez, y así nos hemos reído hasta que les digo “retomen” y es entonces que algo precioso y singular comienza a fluir de nuestras notas. Ellos se dan cuenta de inmediato y se ponen contentos y serios y no dejamos de ensayar toda la noche. De madrugada llueve a cántaros y los rayos mandan callarnos. No ha ocurrido siempre pero pasó hoy y casi toda esta semana y ya me supongo que por ahí hemos despejado una ruta. Al final guardamos los instrumentos, nos sentamos en el piso de maderas, E reparte cojines y detrás del sonido ensordecedor de la tormenta les cuento alguna anécdota. Ellos ya están cansados y poco a poco se van apagando, acurrucados en la oscuridad como niños, llevados al sueño por mi voz que pasa larga entre ellos y es cortada por las gotas en el techo de lámina. Casi siempre es P el último en quedarse dormido, me responde afirmando con un “sí” a todo lo que digo y ríe hasta que, al final, el cansancio lo rinde.
Entonces me quedo a solas con sus cuerpos y pienso en todo lo que ha pasado durante ese día: los rostros y los pequeños accidentes de la ciudad, el libro que leo, mi programa de radio. Pienso en mujeres: tomo cualquier recuerdo fresco y lo manipulo, elijo a C y me besa con su boca encharcada de vino, elijo a P y la desnudo, luego pienso en N, la chica que he conocido a través de la novia de E, unos años menor que yo, no muchos, y el deseo revolotea hasta esfumarse, y me contento al mirarla como si estuviéramos en una sesión fotográfica, pero es raro, porque ella y su rostro arábigo y sus ojos que brillan no como una luz sino como una sombra inquieta, no posan para nadie y yo soy como un espía en mi propio deseo. Y finalmente vuelvo con los cuerpos de los chicos y me pregunto qué es todo lo que estarán soñando. Y luego salgo a caminar y el sol se anuncia con un tono azulado, con los pájaros que cantan, con los coches que van llenando de velocidad las desérticas calles nocturnas. Y me gusta muchísimo caminar a esa hora, aunque tenga el brazo un poco lastimado –me lastimé moviendo un armario- y con el frío me duela. Los chicos están muy orgullosos de mí porque he seguido tocando aún con la herida; creo que hoy haremos una gran música.
II
Volví a las nueve de la mañana al departamento y les dejé en la cocina frijoles, pan, queso y dos litros de jugo de naranja. Cobijé a R. Me fui a pagar la renta de mi departamento y a conducir mi programa de radio. Después, ya en el atardecer, volví con los chicos; ya estaban preparando todo.
T vocalizaba, decía monosílabos en el micrófono y los demás estaban muy callados. Rooo, Baaa, Leee. En la sala, M, la novia de E, veía la tele, leía una revista y acariciaba al gato al mismo tiempo. Nunca había visto a los chicos tan callados, me extrañó que no dijeran pío. Ni hizo falta que dijera yo “retomen”. Sólo sucedió. O comenzó a suceder. Fue ese día, como si el resto de los días se hubiera precipitado en ese día. Cada uno en lo suyo, pero juntándonos como hilos. Si hubiera salido una porquería hubiera dado lo mismo porque se sentía bien estar ahí y lo demás no importaba nada. M entró al cuarto, nos miró a todos a los ojos y se sentó en el piso. Con ella entró el gato pero después de unos segundos el felino dio media vuelta y salió. Nosotros tocábamos como queriendo hojear una revista; creábamos la música como caminando, como yendo a la esquina, como asomándonos a algún lado, y no sé si la novia de E se percató de ello pero jaló del cordón y abrió la cortina y vimos por la ventana la barda de enfrente y un pedazo de gris cielo. Sobre la barda caminó el gato y nos volteó a mirar extrañado y todos nosotros lo vimos igualmente extrañados y la novia de E cerró los ojos pero nadie creyó que se hubiera dormido pues movía la nariz de un modo que los dormidos no hacen. Y entonces, cuando empezaba a considerar seriamente si no era que todos los chicos estaban sonámbulos, vi en los ojos de R, en los ojos y en su semblante caído, una expresión que me hizo cambiar a un acorde abrupto y despiadado que los demás tardaron en comprender (de hecho P me volteó a mirar como preguntándome “¿qué pasa?”, “¿qué ha ocurrido?”) pero al fin se amalgamaron, empezando por R que seguía cabizbajo, concentrado o distraído pero doliente, no aguanté mirarlo y me volteé. Un segundo después, para consumar la decisión errática, me paré y fui al baño. Los demás se detuvieron y al salir por la puerta les dije “muy bien, chicos, voy al baño”. Y llegué al excusado y no tenía ganas de orinar ni nada. Pero le jalé y volví. M estaba parada frente a la ventana, mirando cómo se aglutinaban las nubes. “Vamos a dar una vuelta”, dijo T y nadie repuso que llovería, que lleváramos sudaderas o paraguas, nadie objetó que nos mojaríamos sobremanera. Caminamos. E y R iban platicando, alcancé a oír que a E le había gustado mucho una película en blanco y negro de zombis, R escuchaba con la boca abierta, imaginando escena por escena, diálogos incluidos (no hace falta decir que yo detesto esas películas). P nos decía a M, la novia de E, y a mí que en un mes presentaríamos doce canciones en un teatro. M parecía interesarle un rábano y a mí, en definitiva, nada en absoluto. Me sentía preocupado por la lluvia, ya se olía, ya había viento. Al frente iba T chiflando, con las manos en los bolsillos, sorteando los coches que se detenían para dejarlo pasar o para no atropellarlo. Pensé que T moriría chiflando.
Entramos a una cafetería porque a M le dieron muchísimas ganas de beber un moka frappé. Los chicos pidieron malteadas, nos sentamos y nadie habló de la sesión, a nadie se le hubiera ocurrido. M nos contó (a mí y a T; los demás ya sabían la historia pero la volvieron a escuchar como si no la hubieran escuchado nunca) que a los doce años la había mordido un lobo; la anécdota era más bien increíble pero ahí tenía la cicatriz en la mejilla para dar prueba. Dijo que su padre era fotógrafo del National Geographic y la llevó a Alaska y las cosas salieron pésimo. De pronto se echó a llorar como una niña, los chicos le dijeron que todo estaba bien, que seguramente el lobo aquel se arrepentía, que si quería podía pedir otro frappé. Le secaron las lágrimas con una servilleta y yo me quedé viendo su cicatriz y volví a pensar y a sentir lo que sentí con R. Así es que me paré, miré a los chicos y les dije: “retomen”. Y todos me vieron sonrientes y ridículos.
Regresamos por las mismas quince cuadras que habíamos caminado y se desató la tormenta a la segunda. Nos empapamos por completo a pesar de que corrimos. Aquí sucedió algo extraño, demasiado extraño. Yo escuchaba todo, es decir, los motores de los coches, sus llantas, el ruido de la lluvia, los charcos pisados, los sonidos lejanos, el cableado eléctrico, yo escuchaba cada cosa pero no alcanzaba a oír mis pasos. Y por fuerte que pisara escuchaba los pasos de los otros pero no los míos.
Llegando al departamento, para no coger un resfriado, nos bañamos, cada quien su turno. Yo concedí ser el último y al abrir la puerta del baño me tropecé con M secándose el cabello, desnuda. Nos miramos asustados y le pedí perdón y cerré enseguida. Pero volví a abrir la puerta. Tenía una larga cicatriz en el costado del abdomen. Entré y cerré.
—¿Qué haces? —me dijo.
—Necesito preguntarte algo —susurré.
—¿Qué pasa? E se va a enojar contigo. ¿Por qué no esperas a que salga?
—Necesito entender qué pasa con R. Algo le ocurrió mientras tocábamos. Algo tiene, eres su amiga, ¿no es cierto?
—¿Qué le pasó?
—No sé qué le pasó. Sufría. Estoy seguro que sufría y necesito saberlo. Necesito saber por qué sufría.
M me miró con pena, pero no podía ser pena. Dejó lo que tenía en las manos, dio dos pasos hacia mí y me abrazó y me dijo está bien, tranquilo, nada pasó, no sé si en ese orden pero todo eso dijo y después calló pero no dejó de abrazarme. Recuerdo vagamente haber derramado un llanto muy hondo y haber sentido náuseas y recuerdo haber puesto mis manos sobre su espalda fría y haberla apretado lentamente hasta sentir todo su cuerpo, todo su vientre y sus piernas, toda su piel y su pelo. Por un momento —pero eso no lo recuerdo muy bien y tal vez me engaño— tuve la certeza de que jamás la dejaría ir, que no podría, y al abrir los ojos me hallé solo, sentado en los azulejos de la regadera, con comezón en todo el cuerpo, hirviente el agua. Y comprendí que en adelante pertenecería a ese dolor y a esa música y a esa cicatriz. Y me sentí vivo, hundido en un tiempo que parecía ser de alguien más pero que sólo era mío.
III
—Hoy les voy a contar una anécdota que a pocos cuento.
Los chicos están cansados, acostados en la alfombra pero con los ojos muy abiertos. Las sesiones de los últimos días, previas a nuestra presentación en el teatro, son agotadoras.
—¿Algo que realmente ocurrió? —pregunta R.
—Así es, una historia lo que se dice verídica. La recordé hoy en el trolebús. Mi abuelo me la contó cuando yo era un niño. Se trata de un hombre que encarcelaron sin justicia, sin demostrarle culpa. Su prisión estaba en una isla; su celda consistía en un escusado, una sábana deshecha y una pequeña ventana con barrotes. Imaginen, chicos, no tener estas almohadas, y dormir todas las noches sobre la fría piedra, porque las sábanas deshechas no quitan el frío de las piedras ni quitan las piedras y menos las cárceles, ¿verdad?
Durante la sesión T y R se lanzaron al cielo con unos minutos de música que pocas veces he escuchado.
—Imaginen no tener todos estos instrumentos, ni siquiera un maldito álbum que escuchar. Imaginen no ver a sus novias, no ver a sus familias o a sus amigos. Imaginen no ver la calle. Y pasar los días, ¿haciendo qué?, ¿pensando?, ¿chiflando como T? Pues por supuesto era insoportable y muchos permanecían así décadas hasta que morían y sus cuerpos eran arrojados por el acantilado.
Estábamos ya, de por sí, todos muy entrados. Pero de pronto las notas del bajo y de la voz comenzaron a dirigirse a un lugar interminable. E y yo nos miramos y le insinué con los ojos que les diéramos una base, un colchón de cuerdas que pudiera soportar la inminente caída del vuelo de esos chicos. P, con las percusiones, hizo lo mismo.
—Este hombre del que les hablo era valiente pero más astuto que valiente. Es más: no importa si era valiente, lo importante es que era listo. Y lo que hizo fue lo siguiente: cada vez que le daban su alimento, ponía la comida en el suelo y usaba el plato para escarbar. Así es, el hombre escarbó durante meses, diez minutos cada día, no más, no menos, tenía que devolver el plato al guardia. Y el agujero lo tapaba con su miserable sábana por si a alguien se le ocurría asomarse. Así fue construyendo un túnel muy largo. El hombre era listo, ¿se los he dicho ya? Pues diseñó el túnel para salir por donde nadie lo viera.
No cayeron y cada tiempo repetían la misma idea, como un ciclo, pero con aristas más peligrosas. En un momento habían cerrado los ojos y R los abría sólo para no equivocarse en ciertas notas. Un error habría valido no sólo el error sino el regreso a la tierra y a los remordimientos.
—Esto pasó, señores, hace muchos años, pero la gente aún recuerda a este hombre listo, y si era valiente o cobarde a mí no me importa. ¿Que qué hizo para escapar si no tenía nada, ni un pedazo de nada, ni la maldita sábana que había dejado atrás?, ¿que qué hizo el hombre para salirse con la suya entre el mar y la cárcel?
Estábamos lejos pero de ningún modo ausentes. T y R se perdían en el desierto y el resto íbamos tras ellos, gritándoles que no volvieran, que estaba cerca el líquido que saciaría nuestra sed.
—Se echó a nadar. Nadó y nadó. Y en las noches, para dormir, se ponía en posición de muertito y flotaba. Y el mar le daba cobijo, así es, las aguas se templaban para él, las corrientes se aquietaban para él porque los mares lo reconocieron como un hombre suyo. Y apenas salía el sol se dedicaba a nadar horas y horas, hasta que por fin, una noche, la corriente lo arrastró a una playa. ¿Que esta historia ya te la sabes, E?, ¿que se llama Montecristo este hombre y es un conde? Mentira. No pudo ser conde. ¿Que la historia la escribió Dumas? Eres necio, E, y te diré por qué. Fue mi tatarabuelo el que recogió a ese hombre, fue mi tatarabuelo el que encontró a ese pobre hombre tirado en la orilla y nos legó esta anécdota. Pues desde un principio les dije que sería una anécdota, ¿no? Si para cuentos sirenas, ¿no?
Y fue que cerré los ojos y vi una espiral inmensa que giraba con una fuerza de otra índole. Daba vueltas sobre sí misma y se perdía infinitamente hacia su centro. Sentí que los chicos sabían en qué punto me hallaba como si ellos lo hubieran visto todo el tiempo. Sentí que su oído inconmensurable me escuchaba, me seguía y me preguntaba ahora qué quería yo hacer. ¿Qué quería yo hacer con el recorrido difícil y largo al que me habían llevado? Y entendí que desde un principio no habían dejado de preguntarme qué quería yo hacer. Tenían curiosidad (podía olerla como la lluvia) por ver qué iba yo a jugar en un momento tan precioso donde cualquier músico se relegaría a un segundo plano, iría al baño a jalarle al escusado sin haber meado, se remitiría a una sabionda teoría o creencia que no tendría nada que ver con esa música. A nadie le gusta estar perdido en un desierto entre la niebla con cuatro chicos que nunca sabrán lo que hicieron.
—Mi tatarabuelo y el hombre listo pasaron muchos meses juntos, conversando y trabajando en la pesca, hasta que un día el hombre listo marchó para siempre. En todo caso el tal Dumas escuchó la historia, pues tuvo su fama, o la escuchó de mi abuelo, descanse en paz. Eso es lo que hacen todos esos escritores, ¿no? Van por ahí, escuchan algo, lo escriben bien y lo venden. Ahorita vengo, quedó un pan dulce, ¿no?
¿Qué pedían de mí si nada les faltaba? Renuncié a enseñarles un camino, aún con todos mis estudios en conservatorios, mi trayectoria, los aplausos que he logrado. Para ser listo lo primero de todo es no querer pasarse de listo. Y respondí con mi guitarra: vamos de una vez por todas a enterrar esta flecha, chicos, esta flecha de la lluvia, esta garza que se incendia, este hueco viento que nos quiebra las manos. Vamos a enterrar este desierto que expandieron en el aire. El hallazgo está en todos lados.
IV
Por la noche tocaremos en el teatro. Nada del otro mundo para ellos que, con todo y su corta edad, ya tienen bastante experiencia en la materia. Al teatro, que no es gigantesco, sí le cabe un buen puñado de gente. Lo hemos elegido por su acústica.
T anda por toda la ciudad buscando un micrófono que falta. Los instrumentos y el equipo ya se los llevaron; al rato nos veremos en el teatro no tanto para ensayar (ya todo está ensayado) sino para calentar y ponernos a tono. E fríe molletes, R y yo jugamos cartas. El gato ha estado mosqueando y ahora ha venido a sentarse a mis piernas; lleva ya dormido un rato. Ha llegado la novia de E con N y otros amigos. Dicen que los boletos ya están agotados. R casi no despega la mirada de las cartas, me ha confesado que se le hace muy agradable la cuina de tréboles, ha tomado un papel y un lápiz y la dibuja. El juego es un poco aburrido porque sólo somos dos, pero él está muy concentrado en su cuina.
Pienso que me encantaría ir al sillón donde está N a recostarme y leer un libro. Pienso que últimamente no sé qué libro leer y que no siento ninguna curiosidad de leer a ese tal Dumas.
N está muy sonriente, pero no es de esas sonrisas crueles que tienen algunas mujeres. Tal vez no sonríe, pero algo en ella sí lo hace. Sabe Dios si me explico.
Comemos los molletes. R me enseña su dibujo y dice que puede mejorar el sombrero. Ha colocado un sombrero lleno de plumas en la cabeza de la cuina y también le ha puesto medias y guantes. Dice que la ha dibujado así porque al llegar a su palacio el rey deseará quitarle el vestido, el sombrero, las medias y los guantes, y cada uno de esos instantes será un “eterno suspenso” pues en su piel (y aquí me enseña un segundo dibujo mucho más interesante) han crecido tréboles negros. Así ha dicho R. Termino de desayunar y me levanto. El gato se despabila. Me acerco a N y le pregunto:
—¿Puedo poner mi cabeza en tus piernas?
Se me queda viendo y se echa a reír. Me dice que sí y pone un cojín para que yo esté más cómodo. Desde abajo miro la barbilla de N; al girar la cabeza miro a R, absorto en sus dibujos, tarareando una de las canciones que más nos han gustado y con la que abriremos hoy el concierto.
—Yo creo que tus dibujos pueden servir para la portada de nuestro disco. —le sugiero.
Me ve.
—¿En serio lo crees?
—Sí. También creo que uno de estos días podemos ir a buscar algunos de esos tréboles.
—Y ver si encontramos un trébol de un trillón de hojas.
Emilio Toledo M.,
La orilla de los mares ©
Ilustración de Jean Dubuffet
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