top of page
Foto del escritorRedacción Párpado

Vigencia de la crónica: notas para un libro de Laura E. Solís

Emilio Toledo M.


La crónica y el cuento, más que otros formatos, están muy vinculados a la narración oral. La oralidad está en el origen y precede a la literatura, la música en partitura, la poesía escrita y la dramaturgia. Antes de escribirse, las historias se contaron y heredaron por generaciones de forma verbal. Que no conozcamos las historias con mayor precisión, y leyendas que se contaron durante siglos en Mesoamérica, es en parte porque el material como los códices fueron incinerados o desaparecidos por los colonizadores, y en parte también porque los códices eran visuales; funcionaban más como soporte para que los narradores contaran a viva voz las historias. Luego las que se seguían transmitiendo de forma oral eran prohibidas, en ese intento por borrar la historia del otro que conlleva cualquier forma de colonización. Escribe Alfonso Reyes en su crónica histórica, Visión de Anáhuac:

“Hay que lamentar como irremediable la pérdida de la poesía indígena mexicana. Podrá la erudición descubrir aislados ejemplares de ella o probar la relativa fidelidad con que algunos otros fueron romanceados por los misioneros españoles; pero nada de eso, por muy importante que sea, compensará nunca la pérdida de la poesía indígena como fenómeno general y social. Lo que de ella sabemos se reduce a angostas conjeturas, y a tal o cual ingenuo relato conservado por religiosos que acaso no entendieron siempre los ritos poéticos que describían; así como se reduce lo que de ella imaginamos a la fabulosa juventud de Netzahualcóyotl, el príncipe desposeído que vivió algún tiempo bajo los árboles, nutriéndose con sus frutos y componiendo canciones para solazar su destierro. De lo que pudo haber sido el reflejo de la naturaleza en aquella poesía quedan, sin embargo, algunos curiosos testimonios; los cuales, a despecho de probables adulteraciones, parecen basarse sobre elementos primitivos legítimos e inconfundibles. Trátase de viejos poemas escritos en lengua náhua, de los que cantaban los indios en sus festividades, y a los que se refiere Cabrera y Quintero en su Escudo de Armas de México (1746). Aprendidos de memoria, ellos transmitían de generación en generación las más minuciosas leyendas epónimas, y también las reglas de la costumbre. Quien los tuvo a la mano, los pasó en silencio… (…) El texto actual de los únicos que poseemos no podría ser una traslación exacta del primitivo, puesto que la Iglesia hubo de castigarlos, aunque toleró, por inevitable, la costumbre gentil de recitarlos en banquetes y bailes. En 1555, el Concilio Provincial ordenaba someterlos a la revisión del ministro evangélico, y tres años después se renovaba a los indios la prohibición de cantarlos sin permiso de sus párrocos y vicarios. De los únicos hasta hoy conocidos –pues de los que Fray Bernandino de Sahagún parece haber publicado sólo la mención se conserva- no se sabe el autor ni la procedencia, ni el tiempo en que fueron escritos; aunque se presume que se trata de genuinas obras mexicanas, y no, como alguien creyó, de mera falsificación de los padres catequistas. Convienen los arqueólogos en que fueron recopilados por un fraile para ofrecerlos a su superior; y, compuestos antes de la conquista, se les redactó por escrito poco después que la vieja lengua fue reducida al alfabeto español.”

Desde luego han surgido investigaciones de la antropología y la historia muy precisas de todo este pasado pero lo que quiero señalar es que no existía realmente, en este ejemplo pero en muchos otros a lo largo de la Tierra, la necesidad de plasmar las cosas en palabras escritas. Eran culturas visuales, en su arquitectura y en su comunicación gráfica, y orales en la transmisión de sus narrativas. Las palabras vinieron casi por añadidura. Las obras de Homero, el Popol Vuh o Las mil y una noches, que son obras fundadoras de nuestra cultura, son justamente las obras de esta primera transición entre la tradición oral y la escrita, y revelan muchas dimensiones de la transmisión de narraciones. 

Por eso la novela moderna no hubiera podido existir sin la imprenta, por una razón muy pragmática: para transmitir una historia de forma oral primero debes haberla memorizado. La brevedad es fundamental. Si bien hay relatos extendidos, como los mencionados de La Iliada, La Odisea o el Popol Vuh, estos dependen de que cada capítulo (o canto) sea en sí mismo una historia casi cerrada. O como en Las mil y una noches, que no son mil y un relatos pero sí un compendio de muchos de ellos. 

Los relatos de aventuras, que son la base de muchas mitologías y, que en el s. XVII hacen de Don Quijote de la mancha una obra a la par tan notablemente escrita y digerible, proceden de ese mismo impulso: se centran en narrar peripecias y situaciones muy climáticas, entretenidas y sencillas de acceder y memorizar. (En paralelo, la métrica de la canción y del poema surgen de esa misma necesidad mnemotécnica y de transmisión. Lo que rima es más fácil de memorizar que lo que no rima.)

Sería difícil memorizar y después narrar los monólogos interiores de Rayuela de Cortázar o del Ulises de Joyce, más que con una memoria prodigiosa, casi inhumana, pero en cambio sí es más probable hacerlo con un cuento de Cortázar, si no con detalle pormenorizado, sí en sus personajes, situaciones y devenir fundamentales.

En este contexto, el cuento y la crónica son formatos que han evolucionado desde la antigüedad y la oralidad hasta la modernidad y la palabra escrita. Si bien puede haber cuentos o crónicas más extendidas, la brevedad es su territorio natural. No es casual que este libro de Laura E. Solís, intitulado Los barrios de Morelia y sus cronistas, no exceda las 60 páginas, y su autora nos confirme que “cada barrio de mi ciudad tiene su cronista, muchos de ellos ignorados; otros, más conocidos, algunos solamente ejercitan en las tardes lluviosas y a la puesta de sol la ancestral costumbre de narrar historias que van pasando de boca en boca, de oído en oído, buscando apresar el tiempo y lo sucedido en la memoria del otro y de uno mismo”. 


***


Esta obra de Solís es un homenaje esencialmente a la crónica como posibilidad de trascender el olvido pero también como formato indispensable para plasmar la expresión artística de la autora. Narra el paso del tiempo de su infancia, que es también la infancia de una ciudad, a la adultez -que, como todo signo de maduración- se la juega entre la nostalgia y la resignación, las postales del amor y el júbilo, la gentrificación y escalada súbita de una población y las modificaciones espaciales que conlleva y el habitante testifica: “Conocimos las palmeras que estaban enmedio de la Calle Real, allá por la Catedral, y nos dolió cuando las cortaron, no obstante alguna sumaria explicación a unas niñas que empezaban ya a a cultivar sus nostalgias del porvenir.”.


*** 


La crónica llegó a Morelia o Morelia llegó a la crónica. El escritor necesita alguna buena excusa para escribir; o como diría Reyes en el texto citado, “no renunciaremos -oh Keats- a ningún objeto de belleza”. Solís decide Morelia y sus barrios como el objeto de belleza de su obra pero la escritora sabe que sin una buena trama, sin la calidad, que en su caso es notable, con la que vierte sus ideas en una prosa que es muy limpia, muy transparente, la ciudad y la crónica no llegarían a encontrarse en ese puente en que se cruzan. 

Por eso su homenaje es, primero, a la crónica, segundo, a los cronistas que menciona y cita (cronistas barriales, de diferentes épocas, y nacionales también en un mapa erudito de lo que puede configurarse como la crónica mexicana), y sólo después a la ciudad que le incumbe: “Los cronistas de los barrios de mi ciudad son gente sencilla, y -aunque algunas veces alternan con la vida cultural y su juego de vanidades-, logran plasmar su vida en modestos bocetos líricos, con los mejores recuerdos de su infancia y adolescencia”. 


***


Una cualidad de la crónica es su flexibilidad para transitar entre diversos formatos: toma lo que quiere del cuento, el periodismo, el ensayo, la historia, el artículo editorial o el aforismo. Por mencionar ejemplos, A sangre fría de Truman Capote puede considerarse una novela, una obra periodística o una crónica, pero creo que el mayor pulso -y el ritmo de vértigo que tiene- le viene de la crónica. Las publicaciones de periodismo cultural (ese género en peligro de extinción) que hacía José Emilio Pacheco en sus Inventarios se ubican en las fronteras de la crónica, el ensayo y la reseña. Carlos Monsiváis, el cronista mayor, también gustaba de jugar con esos híbridos. 


***


Actualmente, estamos en una extraña época donde da la sensación que todo es más importante de debatir antes que la vigencia de la crónica, entre otros temas que mejor se delegan a las humanidades y sus especializaciones aunque también puedan contribuir a la conversación pública. No sé si es una sensación personal o compartida, y no sé si haya un lugar de Cronistas Anónimos donde podamos reunirnos a desahogar esta clase de preocupaciones. Pero me da la sensación que es más importante y urgente hablar de las múltiples crisis humanas donde las haya, de las agendas del marketing corporativo, de la tecnología y sus tendencias como la IA que supuestamente nos cambiarán la vida, o del último reality show (me refiero al programa televisivo de La Casa de los famosos, no a la escena política actual). 

¿Qué tanto dice o deja de decir eso de nosotros? Pero también tengo una intuición: que cuando regrese (si es que alguna vez se fue), la crónica como el cuento volverán con mucha fuerza. ¿Por qué? Porque el contar historias, e historias con las que definitivamente nos identifiquemos, es algo tan antiguo como el ser humano. 

¿Qué tanto puede ganarle la narrativa preprogramada de un robot o un algoritmo al chisme más fresco de los narradores referenciales de nuestra vida en común? Todos sabemos quiénes son esos narradores, no necesariamente escriben pero son los mejores porque hasta para contar bien un chisme hay de nivel a nivel. Lo mismo ocurre en la crónica y otras formas de arte. 

Escribe Solís: “La más grande pretensión de quienes labran imágenes o desarrollan discursos sobre el tiempo, es la de no ser sujetos de pretensión alguna. De este ánimo surge el cronista, el justificado usurpador de recuerdos y recopilador de anécdotas, el indiscreto genio del bien común que sistematiza el chisme y sabe recuperarlo y avivarlo en sus matices claves con los recursos del poeta, con la intuición del místico o del psicólogo natural, con la ecuanimidad sigilosa del filósofo natural y con la astucia del historiador de curiosidades”. 


***


La resistencia de Montag en Farenheit 451 (escrita por Ray Bradbury en 1953 y llevada al cine por Francoise Truffaut en 1966) continuará vigente más allá de la ficción, en una época de epidemia y post-epidemia, donde coexisten (y se alimentan entre sí) la propagación de desinformación, la intolerencia extrema a la diversidad cultural (encubierta muchas veces en falsos debates) y una falta abismal (cínica a veces) ya no de una cultura general sino de cualquier forma de cultura heterogénea y lúcida. Cuando en una época hay que buscar referencias en las distopías, más que en otro género, algo deberíamos cuestionarnos. 

El Chat Gpt no lo resolverá por nosotros. En mi opinión, no se trata de caer en el otro extremo de una tecnofobia endeble, o de elaborar una crítica más -que no será fértil- a los medios masivos de comunicación, que como el parloteo político, siempre ha habido y habrá; simplemente se trata de no dar nada por sentado (porque cuando el arte y el conocimiento se dan por sentado es cuando dejan de cultivarse y se olvidan) y continuar creando y expandiendo los oasis culturales, con sus comunidades anónimas y visibles. Un libro como el de Solís y una editorial como Jitanjáfora procuran ese esfuerzo por el cual hay que felicitarles (pero sobre todo, leerles). 








Comments


bottom of page